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Mi labor docente comenzó a comienzos de los años 90 del siglo pasado. Mi primer destino, como funcionario en prácticas (no he sido profesor interino), fue un instituto BUP, tradicional, de rancio abolengo: era uno de aquellos primeros institutos con los que se dotó a las capitales de provincia a finales del siglo XIX. De hecho, aún, en la ciudad, era conocido como «el femenino». En aquel primer curso tuve en las aulas a alumnos atentos, correctos, educados, obedientes, disciplinados…, que mantenían y respetaban el silencio. La metodología usada en el instituto y en mis clases era la expositiva, o, como ahora me gusta denominarla, la triple EEE: Explicación, Ejercicios de aplicación y Examen. Mi esfuerzo, puesto que no existían los que después bautizamos como alumnos disruptivos, se limitaba a enriquecer los contenidos y ejercicios que aparecían en los libros de texto, del que hacía un uso limitado (entregaba «apuntes»), con fuentes externas. Y, por supuesto, trataba mediante las exposiciones de comunicar los contenidos o procedimientos de modo fácil y claro, atractivo a mis estudiantes, y, además, pretendía que esos contenidos estuvieran actualizados, desde el punto de vista científico. Reproducía, claro está, los modelos recibidos, en mi experiencia como estudiante, de lo que era dar una clase. No obstante, en aquel año también participé en actividades extraescolares (que, evidentemente, no eran extracurriculares): publicación de una revista escolar y en el montaje de alguna breve obra teatral.
No obstante, desde mi experiencia como estudiante, en septiembre comenzaba a plantearme cuánto de lo aprendido el curso anterior había olvidado yo (y después, como docente, mis alumnos) durante el verano… y, por tanto, de qué modo enseñamos. Además, no dejé de evocar, ahora como docente, una antigua experiencia familiar. Mi hermano pequeño, en aquella circunstancia con 14 años, había tenido graves dificultades para cumplimentar un formulario de Correos. Y, sí, ciertamente, recuerdo que en los libros de 8º de EGB aparecían algunas lecciones sobre documentos de tipo administrativo, pero, probablemente, el maestro de mi hermano había considerado esos contenidos espurios y los había omitido. Hoy la verdad es que mis dos hermanos, que son ingenieros, no son muy hábiles en sus competencias comunicativas, pero, por suerte para ellos, un ingeniero no escribe apenas, más allá de los informes técnicos. En consecuencia, era evidente que, como profesor, tenía que plantearme por qué un profesor de Lengua no enseñaba a escribir. En alguna de esas meditaciones, desde mi experiencia como estudiante, llegué a darme cuenta de que nunca nadie me había enseñado a mí a escribir.
Mi experiencia BUP fue muy breve: estoy libre de esa nostalgia de los tiempos pasados y ya perdidos que evocan todavía algunos compañeros. Mi siguiente curso académico en mi nuevo destino, que además era definitivo, fue un instituto albaceteño que anticipaba la denominada Reforma. En aquellos años LOGSE sucedió algo: la inexistencia de libros de texto publicados por las editoriales obligó a algunos profesores- otros fotocopiaban los contenidos de libros BUP o de EGB- al estudio del currículo oficial. Son los tiempos de las famosas cajas rojas del Ministerio de Educación. Hubo cambios, por tanto. En mi caso, como desde el año 1989 disponía de ordenador personal (un IBM PS/2) y de impresora, fue un tiempo en que redactaba los contenidos y los ejercicios de aplicación que fotocopiaba a mis alumnos, esto es, un tiempo de fábrica de «apuntes». Pero esos «apuntes» personales respondían, tibiamente, a los contenidos recogidos en los reales decretos publicados por el Ministerio, puesto que yo trabajaba en territorio MEC. No obstante, lo que no cambió en aquellos años fue el tipo de alumnos. El respeto (la obediencia, la disciplina, la atención…) de los alumnos y de las familias se mantuvo. Yo trabajaba en un destino rural, una pequeña población manchega que escolarizaba a alumnos de aun más pequeños municipios y aldeas próximas, de tal modo que se reunía en el centro a unos 550 alumnos de ESO y Bachillerato de la comarca. Evidentemente, seguí participando en extraescolares que no extracurriculares: exposiciones, montajes teatrales, publicaciones escolares… Por tanto, por lo que se refiere a la metodología, el único cambio fue que me liberé, por necesidad, totalmente de las ataduras de los libros de texto de editoriales. Alguno de mis alumnos lo sintetizó en una sentencia: «El que enseña es el profesor, no el libro».
Mi siguiente destino, al que llegué voluntariamente por concurso de traslados, sí me obligó a ejecutar cambios radicales en la metodología. El motivo: descubrir que en las aulas existían los alumnos disruptivos, los partes disciplinarios, las expulsiones, las colas ante la puerta de los pobres jefes de estudios…
Mi nuevo centro también era un centro rural (ahora en Andalucía), pero en esta localidad se practicaba, como en otras muchas, según descubrí después, una segregación escolar. Antes de la Reforma, el pueblo disponía de dos centros de secundaria: el de BUP y el de FP. Aunque con la Reforma, esa división, nominalmente, desapareció, en las familias, en el pueblo, en la mentalidad de los alumnos… pervivía esa frontera escolar. Los buenos alumnos, desde el punto de vista académico y también social (de familias «normales»), debían cursar la ESO y el Bachillerato en el antiguo instituto BUP, puesto que se practicaba- y así lo consentían las autoridades académicas- una curiosa doble adscripción de los centros de Primaria en relación a los dos centros de Secundaria del pueblo. En consecuencia, el antiguo centro de FP, que era el mío, escolarizaba casi exclusivamente a un alumnado desmotivado, de difícil trayectoria académica, con problemas familiares…
Evidentemente, practicar en las aulas con estos alumnos una metodología triple EEE era un suicidio. Por tanto, poco a poco, al principio en grupos especiales (con alumnado difícil) poco numerosos (Refuerzos, Talleres, Cultura Clásica…), que yo siempre tenía, comencé a introducir cambios hacia una enseñanza enfocada, como se decía por entonces, hacia lo procedimental, o hacia una enseñanza por tareas. En estas clases, poco numerosas y con poca carga curricular y temporal (1-2 horas semanales), era relativamente fácil introducir cambios (o innovar, como se dice ahora) para comprometer a los alumnos en la realización de tareas, que yo les introducía mínimamente y se las planteaba como pequeños retos secuenciados y estructurados: alguna publicación, alguna breve representación teatral, participación en algún concurso, creación de decorados… Para mí también era un reto plantear estas tareas que debían resultarles atractivas, e interesantes, pero, además, debía tener preparadas alternativas, porque muchas las rechazaban o se cansaban. Me di cuenta rápidamente de que un alumno podía aprender mejor el teatro clásico si interpretaba un pequeño monólogo de Plauto que memorizando una breve síntesis de géneros y autores griegos y latinos, que pronto olvidaría, o que no había mejor manera de desmitificar los mitos que aprovechar los brillantes y divertidos diálogos de Luciano, versionados por los propios alumnos. La razón ahora me resulta evidente: aprendían más y mejor porque el aprendizaje, siempre personal, se convertía, ahora sí, en una experiencia personal, que recordaban y valoraban.
Y, además, poco después llegaron los ordenadores a los centros. He podido olvidar- estoy seguro de que muchos compañeros aún viven, lamentablemente, esas experiencias- aquellos primeros tiempos en los que había que discutir con compañeros e incluso con equipos directivos el derecho que yo, como profesor de Lengua, tenía para usar los escasos ordenadores de la única Aula de Informática del centro, que algunos compañeros creían- repito- de uso exclusivo. Desde el año 2004 he tenido la fortuna de enseñar en centros tic. Con el proyecto tic, además, he estado comprometido personalmente: he formado parte siempre de los equipos de coordinación tic. En mi vida personal, el uso de las tic estaba arraigado. Por tanto, pensaba, había que ensayar la explotación de esa tecnología en las aulas, en mi vida profesional.
Para ese tipo de alumnos conflictivos, las máquinas eran un estímulo, pero, como comprobé rápidamente, poco estable y poco duradero. Si se usaban para hacer lo mismo (me refiero a ejercicios presuntamente interactivos, como, por ejemplo, estos de ortografía, o estos otros que yo mismo creé con Hot potatoes), la respuesta del alumnado era fácil: para ejercicios mecánicos, resoluciones y participación también mecánicas; conclusión, aprendizaje nulo. Los ordenadores eran útiles y atractivos, para los alumnos, si se usaban para introducir novedades: el fácil acceso a la edición de audio y vídeo, por ejemplo. No obstante, los usos educativos de las máquinas son múltiples. Como simple repositorio de «apuntes», caso de esta wiki mía Lengua y Literatura de 2º de Bachillerato, su utilidad está contrastada por las más de 158.000 visitas de los últimos seis años.
Por tanto, desde 2004 comencé a manejar LMS: la Plataforma e-ducativa, más tarde rebautizada, como software libre, Helvia, con la que contaban los centros tic andaluces. No obstante, a partir de 2006, con un nuevo cambio de destino (mi actual destino, el IES Gran Capitán de Córdoba), tuve la oportunidad de conocer, gracias al equipo tic de mi centro, la web 2.0 en su versión blog (vid. este artículo en Educacontic de Juanma Díaz de 2009 sobre los blogs del centro). Como Helvia, poco después de 2006, tuvo problemas de soporte técnico, decidimos abandonarla, en favor de los blogs y las wikis.
En aquellos primeros años (2006-2009) practiqué con los blogs de aula (Digoyo, Mitología clásica o Proyecto integrado, este último reconocido por el INTEF Buena práctica 2.0), entendidos como espacios donde no solo escribe el profesor, sino también participan, como editores, como escritores de entradas, los alumnos. Pero, como trata de mostrar la tabla, decidí usar (y uso actualmente) las wikis, como sitios web para que escriban, editen mis alumnos, a saber, como portafolios electrónicos:
Blogs personales |
Wikis (página personal) |
Estructura cronológica (periódico) |
Estructura horizontal (cuaderno, libro) |
Individual |
Colectivo (aprendizaje entre iguales) |
Sin «historial» |
Historial de la página del alumno |
Sin expectativa de modificaciones |
Edición constante |
Administración compleja (para el alumno) |
Fácil administración (para el alumno) |
Revisión compleja, pese a los planetas de blogs y RSS (para el docente) |
Monitorización de la página del alumno (para el profesor) |
Por tanto, en esta última década, con mayor o menor acierto, he ensayado – ya con el conocimiento del término didáctico- en mis clases una metodología ABP, aunque no como método exclusivo. ¿Cuáles son las ventajas de una metodología ABP? Solo voy a enunciar algunas: funcionalidad y proximidad de los aprendizajes; aprendizaje libre y divertido; trabajo colaborativo; evaluación total (procesual y final); desarrollo natural de las competencias básicas; resultados (evaluación académica) muy buenos; tecnología invisible; respeto al currículo oficial.
También en estos años he tratado de responder a algunas resistencias, más o menos silentes, que enarbolan la defensa de la enseñanza tradicional de la Historia de la Literatura o de la Gramática (Gramática escolar, S.T.T.L o
Gramática, currículo y falacias),como obstáculos cuando no barreras infranqueables para introducir cambios, y he colaborado en la formación de otros compañeros (vid. etiqueta de este blog Aprendizaje basado en proyectos).
En fin, como creo que es fácil deducir a partir de este autobiografía, el motivo que explica esos cambios metodológicos son evidentes: adaptarme a la realidad de las aulas, a las necesidades de los alumnos del siglo XXI que habitan nuestras aulas e incluso, en mi caso, nuestras casas (mi hijo cursa 3º de ESO).