Evaluación de la práctica docente

Es frecuente que cuando se habla de evaluación (valorativa, no clasificadora) se contrapongan, de manera en exceso simplificada, dos visiones contrarias. En una de esas visiones extremas el objeto que se evalúa, único y exclusivo, es el progreso en el aprendizaje de los alumnos y el agente que la realiza es el profesor (heteroevaluación), y frente a esta concepción, desde una perspectiva más moderna, se defiende, por el contrario, que es objeto de evaluación no sólo el progreso del aprendizaje de los alumnos, sino también el propio proceso de enseñanza, así como otros niveles: el centro educativo o la propia institución. Asimismo, los agentes que realizan esa evaluación más amplia y comprehensiva son también diversos (alumnos, profesores, centros, agencias de evaluación educativa, programas internacionales (PISA, PIRLS)), en procesos igualmente variados: heteroevaluación, coevaluación y autoevaluación.

Si nos centramos en la evaluación del proceso de enseñanza, es evidente que existen varios procedimientos para la valoración de nuestra práctica docente: discusiones en órganos de coordinación (departamentos), intercambio de opiniones con otros compañeros, parejas por destrezas, autorreflexión, etc. Sin embargo, no precisa de argumentación que la fuente más directa para la evaluación de nuestra práctica docente son los propios alumnos, es decir, es preciso convertir a los alumnos en agentes de la evaluación de nuestra práctica docente. Y en este punto comienza- me temo- la disensión e incluso el rechazo: falta de madurez, opiniones condicionadas por motivos espurios, etc. A mí me parece, más bien, que el principal argumento es el tópico literario del mundo al revés o mundus retrorsum: el alumno no puede evaluar al profesor.

Se puede aducir que puesto que el proceso educativo es, ciertamente, un proceso de feedback o de retroalimentación, recibimos de continuo información de nuestros alumnos acerca de nuestro trabajo con ellos. Pero esa retroalimentación no se registra ni mide, de tal modo que la información que intercambiamos se reduce, por lo general, a miradas cómplices o esquivas, a algún intercambio más o menos esporádico de opiniones acerca de recursos o métodos, discusiones sobre calificaciones, etc. Por consiguiente, existe un contraste, que raramente resolvemos y aclaramos, entre nuestros objetivos, percepciones, acciones o sentimientos y los de nuestros alumnos (Alact, Korthagen):

0. ¿Cuál es el contexto?
1. ¿Qué es lo que quieres? # 5. ¿Qué es lo que quieren los estudiantes?
2. ¿Qué has realizado? # 6.¿Qué hicieron los estudiantes?
3. ¿En qué estabas pensando? # 7.¿Cuáles fueron los pensamientos de los estudiantes?
4.¿Cómo te sentiste? # 8.¿Cómo se sintieron los estudiantes?

Y la manera más fácil- claro está- es preguntarles a nuestros propios alumnos. Puesto que este año he asumido en mi centro las funciones de jefe del nuevo departamento FEI (Formación, Evaluación e Innovación educativa), parece fuera de duda que debo empezar yo mismo por someterme a esa dulce o amarga ignominia ante mis alumnos. Por ello, os inserto una encuesta sobre mi propia práctica docente con el grupo de 3º D, que ya ha empezado a completarla. Como podéis observar más abajo, la encuesta está realizada con la herramienta para formularios de Google Docs, lo que permite, puesto que el formulario queda asociado a una hoja de cálculo, una simple, rápida y muy completa medición y registro de sus respuestas. Además, como este grupo de 3º D dispone de un sitio web, simplemente he tenido que insertar el código en una página del wiki de la clase para que ellos puedan cumplimentarla:

Argumentos y adjuntos

En estos días, porque aparecía en un libro de texto y por otros motivos, hemos estado, mis compañeros de departamento y yo, dialogando acerca de la distinción entre complementos argumentales y adjuntos. Voy a trasladar aquí algunos elementos de esa discusión, que quizá pueda reproducirse en otros departamentos de Lengua castellana, así como, en parte, mi propia actuación en el aula en relación a este concepto.

En primer lugar, discutíamos sobre la funcionalidad de la distinción, en el sentido de si, realmente, aporta algo no sólo al conocimiento gramatical de nuestros alumnos, sino también a su capacidad para reflexionar sobre su propia lengua con el fin de alcanzar un mejor uso (habilidad para el uso, que decía D. Hymes). Sin duda, me parece cuestión relevante, pero no se limita solo a esta diferencia de argumento y adjunto. Trabajar la gramática del español, para alumnos que la poseen como lengua materna, desde un enfoque comunicativo-funcional no es fácil. De hecho, supone, en mi opinión, un difícil reto.

De otro lado, algún compañero aducía como obstáculo la dificultad conceptual. No me parece argumento de peso. Muchos de los conceptos o términos que se manejan en Gramática- debemos reconocerlo- son abstrusos, pese a que, por su frecuencia, nos parezcan fáciles y naturales. ¿Habéis pensado alguna vez que puede significar para un alumno un término, tan tradicional y usado, como pretérito pluscuamperfecto? Y, sin embargo, seguimos con esta denominación, pese a que, si nos preocupa la tradición, existe desde hace más de 150 años un sistema (el de Andrés Bello) autodefinido (el nombre de cada tiempo expresa su significado) y composicional, por combinación de prefijos ordenados (RAE 2009: 1680, §23.1p), para los tiempos verbales del español. De ese modo, si sustituyéramos pluscuamperfecto por antepretérito, el alumno comprendería que se trata de un tiempo que expresa un pasado anterior en relación a otro tiempo de pasado: El presidente informó a las cuatro que se había producido el acuerdo a las tres.. Pese a ello, practicamos aquello de sostenella e no enmendalla, no variamos ni corregimos: al tiempo lo denominamos pluscuamperfecto a través de las generaciones de estudiantes. Pero esta es otra cuestión, para otro artículo. Regreso a la distinción complemento argumental vs. adjunto.

En la distinción de argumento frente a adjunto subyace la compleja relación en la teoría lingüística entre léxico y representación sintáctica. En las teorías lingüísticas, tanto formalistas como funcionalistas, de los últimos 40 años, al menos, se coincide en que interesa en Gramática determinar cómo se relacionan el nivel semántico y el nivel formal, si se admiten estructuras niveladas. En la teoría generativista de los años 80 y 90 del pasado siglo, en su modelo de Principios y Parámetros que se ilustra en la imagen de esta entrada, esta relación se explica mediante la teoría temática; en una teoría funcionalista, como la Gramática del Papel y la Referencia, la relación entre la estructura lógica y la representación sintáctica se determina mediante el algoritmo de enlace . En cualquier caso, sean cuales sean los términos utilizados, existe acuerdo en que en la descripción gramatical debe trabajarse tanto con papeles temáticos (o funciones semánticas), tales como agente, paciente, experimentador…como con funciones sintácticas tales como sujeto, complemento directo, etc.

En consecuencia, lo que que quiere manifestarse con la distinción complemento argumental frente a complemento adjunto es que el complemento argumental está seleccionado léxicamente por su predicado a diferencia del adjunto, a saber, que el argumento está exigido, determinado- sintáctica y semánticamente- por el predicado. Pero no debe confundirse determinación léxica con opcionalidad sintáctica. Como el argumento está determinado por el predicado, es frecuente que su presencia sea obligatoria. Así, por ejemplo, en una estructura con el verbo residir, que significa ‘vivir en un lugar determinado’, como en Eva reside en Córdoba no puede eliminarse en Córdoba:*Eva reside, por razones léxicas. No obstante, de ello, de su presencia obligatoria en la secuencia, no debe inferirse que el núcleo de la construcción es en Córdoba, del mismo modo que en estructuras como una niña de ojos grandes, el adjetivo grandes, que no puede suprimirse por razones léxicas, no es el núcleo de la construcción. Lamentablemente, esta prueba de la obligatoriedad del complemento argumental no es universal. Así, el complemento directo, complemento argumental prototípico, puede suprimirse en ocasiones: Juan estuvo leyendo un libro -> Juan estuvo leyendo. La explicación de estas supresiones de complementos exigidos léxicamente es de diferente naturaleza: información accesible en el contexto, estructura eventiva del predicado, naturaleza aspectual del predicado… Por ello, se recurrió, como puede comprobarse en la literatura académica al respecto, a otras pruebas sintácticas para la identificación del complemento argumental: nominalizaciones, estructuras de participio, proforma hacerlo, estructuras ecuandicionales… A mí me parece especialmente útil la prueba de la coordinación, es decir, puesto que sabemos que solo pueden coordinarse segmentos equifuncionales (no necesariamente homocategoriales), complementos, aparentemente idénticos, solo podrán coordinarse si son funcionalmente equivalentes. Con esta prueba, comprobaremos que no puede coordinarse un complemento argumental y un complemento adjunto de un mismo predicado (en este caso, nominal): El vecino del quinto – El vecino de mi madre- El vecino de mi madre del quinto- *El vecino de mi madre y del quinto. En todo caso, como dijo G. Rojo (1990), las dificultades en la determinación del complemento argumental no pueden arrojar dudas sobre «la existencia de la distinción ni de su importancia». De cómo trasladar estas interesantes, para nosotros, teorías y conceptos lingüísticos a alumnos de 3º de ESO hablaré a continuación.

A mis alumnos de 3º de ESO cuando iniciamos algún capítulo gramatical les indico que vamos a pensar. Les reitero- de hecho, ellos ya lo han convertido en uno de mis tics y lo caricaturizan- la idea de que en una clase de español a hablantes de español lo que hacemos, básicamente, es reflexionar sobre un conocimiento- informal- que ya poseen por su condición de hablantes de esa lengua. Se supone que, a diferencia de lo que sucede con hablantes extranjeros, facilitamos en clase de gramática al hablante de español una serie de herramientas conceptuales que le permiten formalizar, explicar ese conocimiento informal (la Lengua-I de la que habla Chomsky). Por tanto, les indico que se trata de pensar sobre algo que ya saben a lo que ellos me suelen responder que pensar a las 8 y media de la mañana les produce dolor de cabeza . De este modo, además, enlazo con sus prácticas de escritura, que siempre procuro que sean funcionales y significativas para ellos, por lo que les propongo que exterioricen sus experiencias mediante la escritura. Se trata, ahora, en gramática, de analizar su experiencia como hablantes de español. En este caso concreto de los complementos argumentales frente a los adjuntos, partí de un pequeño juego en la pizarra con una alumna. El inicio fue un esquema vacío p (x,y,z). Bajo ese esquema, le pedí que escribiera varios verbos en infinitivo, tales como amar, correr y dar. Y, a continuación, le pedí que construyera oraciones con esos verbos: Juan ama a María, El niño corre o El profesor da un caramelo a Carmela. A partir de los ejemplos, pudieron deducir rápidamente que un hablante de español no solo conoce el significado léxico del verbo correspondiente, sino también qué complementos exige ese verbo. Es decir, que como hablante de español, sé que alguien corre, que alguien ama a algo o a alguien o que alguien da algo a alguien. Solo faltaba para que lo comprendieran la etiqueta: esos complementos asociados al significado léxico del verbo se llaman argumentos. Y se oponen a los no argumentales o adjuntos porque estos últimos no pertenecen la red temática o estructura argumental del predicado: El profesor da amablemente un caramelo a Carmela en clase de Lengua. En fin, creo que, sin necesidad de profundidades teóricas ( de hecho, aunque así aparecía en los ejemplos, no quise hacerles notar que el sujeto puede considerarse un complemento argumental, ni que un sustantivo o adjetivo son también predicados), un alumno de 3º de ESO puede comprender fácilmente esta distinción conceptual.

Para finalizar, espero que haya conseguido persuadir a mis compañeros de departamento- y a los lectores de esta entrada- de que la distinción es operativa, relevante y que puede ser funcional para mejorar la habilidad en el uso de la lengua de nuestros alumnos.

Aplicaciones educativas de Google

Esta última semana finalicé tres sesiones que formaban parte de un curso del Módulo II acerca de las Aplicaciones educativas de Google , organizado por el CEP de Córdoba. A mí me correspondió trabajar, en la primera sesión, sobre la personalización de las búsquedas en Google, en el propio motor, así como en los navegadores. Las dos últimas sesiones las dedicamos a GDocs: documentos de texto, presentaciones y formularios.

He comprobado que la alfabetización tecnológica (instrumental) de los compañeros participantes en el curso ha crecido en estos últimos años. Ya les resultan familiares muchas herramientas de la web 2.0. Es decir, que las fases de acceso y adopción de la tecnología educativa se están consolidando; pero la dificultad reside aún en las fases siguientes (las de adaptación, apropiación e innovación), a saber, en incorporar en sus prácticas educativas estas herramientas como medios que añaden valor: metodología activa, aprendizaje funcional, aprendizaje colaborativo…

En fin, en la imagen enlazo con el sitio web que ha servido de soporte para impartir las tres sesiones referidas de este curso. Quizá os resulte de utilidad:

Contra el término de competencia

Espero que no se me malinterprete. Lo que aquí sigue es una reflexión sobre el, a mi juicio, uso inflacionario del término competencia en el ámbito de la didáctica en general y, en especial, en la didáctica de mi materia, Lengua castellana y literatura. Para algún lector que pueda dudar de mi «fe» en la orientación por competencias de la enseñanza secundaria, me permito recomendarle algunos artículos míos donde se pone en tela de juicio la defensa de los contenidos academicistas, así como muestras, prácticas, ensayos reales – no sólo reflexiones- de una metodología por proyectos: 1, 2 y 3.

Dicho esto, como por formación, vocación y afición, me considero lingüista, esta reflexión mía surge a partir del estudio del concepto y término de competencia comunicativa en Lingüística.

La primera referencia en la literatura académica sobre competencia comunicativa es un artículo de Dell Hymes (1971. On communicative competence. En A. Duranti (ed.). 2001. Linguistic Anthropology. A Reader. Oxford: Blackwell, 53-73). En realidad, para comprender el sentido y alcance de este artículo de D. Hymes no debemos olvidar que es contemporáneo de ese giro que se produce en la Lingüística en la década de los 70 del siglo pasado hacia modelos funcionalistas, frente a los modelos formalistas dominantes (estructuralismo y generativismo). Estos modelos funcionalistas, pese a su diversidad, coinciden en recuperar la figura del sujeto, del individuo en la explicación lingüística e, igualmente, se hace hincapié en la relevancia social de las lenguas consideradas como instrumentos. Por ello, lo que D. Hymes pretende con este artículo es establecer, a partir de la crítica del concepto de competencia tal como aparece en Chomsky (1965), una “teoría integrada de descripción sociolingüística” (an integrated theory of sociolinguistic description), presentada como una ruptura con una visión monolítica y homogénea de la lengua, la sociedad y la cultura: In short, we have to break with the tradition of thought which simply equates one language, one culture, and take a set of functions as granted (Hymes 2001[1971]: 69).

Pero, fundamentalmente, lo que sucede es que Dell Hymes confunde competencia lingüística – propiedad mental- con las destrezas, habilidades, conocimientos… que un hablante despliega en un acto comunicativo concreto, esto es, competencia para el uso, habilidad para actuar (ability for use, competence for use). No he tenido oportunidad de consultar la referencia que sigue, pero, parece ser, que D. Hymes reconoció más tarde este error suyo en D. Hymes 1989, Postscript, Applied Linguistics 10,2, 244-250. En consecuencia, D. Hymes defiende que el hablante, con el fin de comunicar lingüísticamente de manera apropiada, tiene que estar en posesión no sólo de un sistema de reglas, como el definido por el concepto chomskyano de competencia lingüística, sino también de un sistema de reglas que establezca de modo pertinente la relación de aquellas reglas con el contexto de situación en que el hablante realiza sus actos de habla. Por ello, cree que su propuesta, cuyo eje es la competencia comunicativa (Hymes 1971: 59), propone un marco integrador y superior al modelo de Chomsky (Hymes 1971: 56).

Este concepto, viciado desde su origen como acabamos de comprobar en D. Hymes, de competencia comunicativa gozó de fama y fortuna, especialmente en el ámbito de la Lingüística aplicada, más concretamente en la enseñanza de lenguas extranjeras. Así, los artículos de M. Canale y M. Swain (1980) y M. Canale (1983) reflexionan sobre el concepto de competencia comunicativa y su aplicación en la pedagogía de las lenguas. Si, como hemos dicho más arriba, D. Hymes incorporaba al concepto de competencia de N. Chomsky la competencia de uso, M. Canale (1983) diferencia entre:

a) la competencia comunicativa que integra: los sistemas subyacentes de conocimiento- conscientes o inconscientes- y las estrategias requeridas para la comunicación: las capacidades subyacentes para realizar, usar ese conocimiento en la actuación comunicativa.

b) la actuación comunicativa: la realización de tal competencia- conocimiento y estrategias- en determinadas condiciones psicológicas- fatiga, nervios, distracciones…- y situacionales.

Asimismo, presentan M. Canale y M. Swain un marco modular de la competencia comunicativa. Esta se descompone en cuatro áreas que interactúan: competencia gramatical, competencia sociolingüística, competencia discursiva y competencia estratégica. Con posterioridad a estos trabajos seminales de M. Canale y M. Swain, se han propuesto modelos más elaborados de la competencia comunicativa en el ámbito de la enseñanza de las lenguas: L. Bachman (1990), J. Van Ek y J. Trim (1991), Celce-Murcia, Dörnyei y Thurrell (1995) o Celce-Murcia (2007). Sin embargo, todos estos trabajos adolecen de los mismos inconvenientes: subdivisión de la competencia comunicativa en áreas que interactúan sin delimitar su funcionamiento ni relaciones; redefinición insegura de la relación entre competencia y actuación; multiplicación en los últimos modelos de subáreas de la competencia comunicativa sin una sólida argumentación; dominios de cada área de muy desigual alcance; carácter subsidiario del modelo al provenir de especialistas en lingüística aplicada… Todo ello conduce, finalmente, a, en mi opinión, un uso impreciso y, como he declarado al principio de este artículo, inflacionario del término competencia.

Sin embargo, no todo acaba aquí. A partir del informe Delors (J. Delors (dir). 1996. La educación encierra un tesoro. Informe a la Unesco de la Comisión Internacional sobre la Educación para el siglo XXI. Compendio. Paris: Ediciones Unesco), reaparece en la Didáctica el término competencia, si bien en el informe Delors se habla de cuatro pilares: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser. No obstante, ya en el proyecto Deseco de la OCDE y en la Agenda de Lisboa (2000) de la Unión Europea se habla de competencias básicas como objetivos de la enseñanza. Y, finalmente, pasó a la legislación educativa española (2006).

La pregunta que podríamos hacernos es: ¿cómo conviven el término de competencia básica y el de competencia comunicativa en el ámbito de la enseñanza de lenguas? La respuesta es que, dados sus orígenes y finalidades tan dispares, obviamente, esta integración y convivencia de las competencias básicas y la competencia comunicativa no ha sido, pese a los esfuerzos, fácil. Prueba de ello es lo que sucede en el Marco común europeo de referencia para las lenguas (2002), muy próximo a la propuesta de J. Van Ek y J. Trim. En el Marco se distinguen dos tipos de competencias , generales y comunicativas. Las competencias generales se dividen en:

a) El conocimiento declarativo- saber- que incluye el conocimiento del mundo- empírico y formal- que tienen los hablantes de una lengua, el conocimiento sociocultural- creencias, valores, ritos, condiciones de vida…- y la conciencia intercultural.

b) Las destrezas y habilidades- saber hacer-, es decir, la capacidad de actuar: destrezas y habilidades prácticas (sociales, de la vida diaria, profesionales y de ocio) y las interculturales.

c) La competencia existencial- saber ser– está relacionada con las motivaciones, las actitudes, la personalidad, las creencias, etc. del alumno y su capacidad para relacionarse con los otros en sociedad.

d) La capacidad de aprender- saber aprender– es la capacidad de observar y participar en nuevas experiencias y de incorporar conocimientos nuevos a los conocimientos existentes, modificando estos cuando sea necesario.

De otra parte, y sin una explícita interrelación con las competencias generales del Marco, las competencias comunicativas (Consejo 2002: 106-127) engloban tres subcompetencias:

a) Lingüística. Como en M. Canale (1983), incluye “el conocimiento de los recursos formales y la capacidad para utilizarlos”. A su vez, la competencia lingüística se divide en competencia léxica, gramatical, semántica, fonológica, ortográfica y ortoépica.

b) Sociolingüística: la dimensión social del uso de la lengua. Se centra en los marcadores lingüísticos de relaciones sociales, las normas de cortesía, las expresiones de la sabiduría popular, las diferencias de registro, el dialecto y el acento.

c) Pragmática. Se subdivide en competencias discursiva- coherencia y cohesión, el estilo y el registro-, funcional- organización microfuncional y macrofuncional (géneros y tipos de texto)- y organizativa (esquemas de interacción).

Para finalizar, por azar y otras causas, tal como hemos explicado, el término de competencia comunicativa en el marco de la enseñanza de lenguas, materna y extranjeras, nació de un error interpretativo de D. Hymes. De igual modo, su desarrollo y explicitud en subcompetencias (lingüística, sociolingüística y pragmática) adolece de falta de rigor y precisión conceptual. Y a todo ello se une que este término de competencia comunicativa convive mal con el más general de competencia básica en educación. Por todo ello, como puede suponer el lector, cuando escucho o leo el inflacionario término de competencia, no puedo evitar un erizamiento capilar y cognitivo.